Aún le quedaba un buen trecho antes de llegar a la casa del Hombre del Tiempo. Caminó y caminó, por lo menos, durante dos horas, hasta que llegó. Estaba muy cansado y le dolían las piernas. Llamó a la puerta y sintió un vozarrón que venía de dentro:
—¿Quién es?
—Me llamo Binoca. Vengo a hablar con el Hombre del Tiempo.
La puerta se abrió y Binoca entró. Aquel lugar estaba lleno de relojes. Los había por docenas: grandes, pequeños, de pared, cuadrados, redondos, encima de estanterías, colgados del techo...
—Yo soy el Hombre del Tiempo —dijo presentándose ante él un hombre alto, flaco y con una barba muy larga y blanca.
—Pues... —empezó a decir Binoca un poco nervioso— el caso es que vengo a ver si puede ayudarme. Tengo que resolver una adivinanza y me han dicho que le preguntara usted.
—¿Y cuál es esa adivinanza?
—"Bajo bailando y subo llorando".
El Hombre del Tiempo se quedó pensando. Solamente se escuchaba el sonido de los relojes... Tic, tac, tic, tac, tic, tac... Después de que pasaron unos segundos el Hombre del Tiempo le dijo:
—No lo sé, no sé qué puede ser. Lo siento mucho pero no te puedo ayudar.
Binoca no podía creer que después de todo aquel esfuerzo el Hombre del Tiempo no supiera la respuesta.
De repente, todos los relojes empezaron a sonar... Clon, clon, clon...
Pero cuando miró hacia los relojes, cada uno marcaba una hora distinta: las ocho, las diez, las dos, las cuatro, las nueve...
—¿Qué hora es? —preguntó Binoca.
—Depende del lugar del mundo en el que te encuentres.
—¡Aquí! ¡Quiero saber la hora que es aquí donde estamos!
—Temprano, todavía es temprano —respondío el Hombre del Tiempo—. Aquí siempre es temprano.
Y, si te sabes la adivinanza, es que has sido un buen lector. Si no la has acertado... deberías hacerte con el libro. ¡Te encantará como a mí!